Nea miró al Otro. Para simplificar, lo llamaremos Sap, aunque en
ese momento, para ella, era sólo eso: el Otro.
Eran otras sus facciones, otra su complexión y, sobre todo, otra su mirada. La
luz que había en los ojos de él, aun pareciéndose a la de los suyos, era
distinta. A ratos, parecía más fría y astuta. A ratos, más ardiente e infantil.
A falta de
sonidos que para ambos significaran lo mismo, tenían que arreglarse con eso.
A Nea le gustó lo que veía, a la vez
que la inquietaba. Y sintió que a él le ocurría igual.
Cuando Lía activa en la pantalla ese antiguo texto de 1998 del escritor Lorenzo Silva intenta imitar, sin conseguirlo, esas formas de mirar con luz de Sap que acaba de leer. Le parece un poder extraordinario de atención conjunta que ella jamás experimentó.
También le chifla ver secuencias de humanos bailando, haciéndose nudos con el pelo o sacando de sus dedos una flor. Montones de gestos registrados al principio en su sistema pero que fueron eliminados hace ya tiempo, por “no mejorar la competitividad de su almacén de memoria”, le dijeron.
Pero Lía no desiste. Se ha propuesto indagar en todo aquello que en otras épocas llamaron creatividad. Y ha probado a desconfigurarse, dejándose activos solamente un lenguaje exclamativo y la función de dibujar.
Y sorpresivamente, ¡se ha puesto a tararear!