martes, 28 de octubre de 2025

Me daño, a veces

  


A veces me daño con las palabras.
Se me clavan debajo del pelo y atizan como un rayo cuando menos las espero.

Me hacen encogerme de dolor. Luego se dirigen a las retinas y las endurecen como canicas girando en un compás de encogimiento-dolor-desprendimiento.

Mi cuerpo viejo las escupe cuando le pesan tanto. Otras veces, se prepara los ojos, la barriga, las uñas, el corazón y se pone poderoso, como un gato encorvándose para saltar. Solo al vuelo las hago mías, la mayoría de las veces.  

Llegan por sorpresa, y sorpresivamente las retengo. No tengo un plan.
Son interruptores que se van encendiendo cuando detectan la presencia de las otras; así se cargan entre ellas. Son pálpitos eléctricos que, cuando los manejo yo, llegan a arrebatarme, a pesar de las punzadas.

Otras veces son cotorras escandalosas que espanto sin miramientos, olvidándome de lo hermosas que son.  

Cómo escribiría yo en mi cuerpo 40 años menor. Y cómo escribiría si llevara 40 años haciéndolo. Nunca lo sabré, pero creo que me haría menos daño con las palabras.  

Porque nací en un domingo de campo y de sol crecí bailando. Las palabras siempre iban al son y nunca me detuve a contar sus pasos sino los míos. Siempre me sentí más cuerpo que viento, aunque lo necesitase para bailar. Por eso quizás, llegaron tan tarde a mi mano y con esta pequeña sed de  revancha. Ahora me interrumpen, me traspasan, quiebran mi columna vertebral, me dan vértigo y sofocos pero, a la vez, me abren grutas seductoras si me atrevo a entrar en ellas. Siempre me moví con una coreografía y ahora ¡me cuesta tanto empezar a despegar!   

¿Cómo escribiría con ese cuerpo 40 años menor o tras 40 años de escritura? Pienso muchas veces que me haría menos daño con las palabras. Pero, a mi edad, cuando ya no doy volteretas ni zancadas, aprender a gatear sin rumbo y con el viento es lo mejor que me está pasando.  

 

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