Verdeguardiacivil, dijo mi padre. El caso es que ese Seat Mil quinientos, verdeguardiacivil, nos cambiaría las canciones a toda la familia.
Unos cuatro meses antes, sobre el mes de abril del 68, mi madre nos reunió a mi hermana pequeña y a mí en el fregadero, porque allí era donde se estaba caliente con la cocina de leña; allí y en el comedor que estaba la estufa de palos y mi abuela Gregoria con su mandil casi en llamas. El resto de la casa era para el verano.
Niñas, tenéis ya 8 y 9 años y aquí ya no podéis seguir estudiando. Nos vamos a ir a Ciudad Real y así Juanjo y Felia dejarán también el internado. Allí viviremos los seis. Papá y yo no queremos quedarnos sin ningún hijo tan pronto.
¿Y qué pasará con el campo?, fue la primera pregunta que se me pasó por la cabeza; seguro que a mis padres también porque vivíamos de eso, pero no se lo pregunté. Ya lo habrían pensado ellos. Y como yo me quería ir con todos mis hermanos y conocer la ciudad…
El pueblo, como otros tantos de alrededor, estaba menguando mucho. Familias enteras llevaban años saliendo para trabajar a Madrid, Bilbao, Valencia, Barcelona, San Sebastián. Aún se recuerda hoy que el Miragatos y Venancio, el guarnicionero, estuvieron de albañiles haciendo el rascacielos de la Plaza de España de Madrid, el más alto por entonces, junto a otro montón de obreros venidos de todas partes.
Mi amiga Blasa también se iría unos años después a servir a Madrid y cuando volvía al pueblo yo no le reconocía la voz. Ya no hablaba como nosotras. Las eses le silbaban entre los dientes, decía mucho “jopé”, que al principio ni entendíamos, y movía menos las manos al hablar, además se vestía a diario como de domingo y olía a esa gente que llevaba menos tierra en las pupilas. Seguía siendo nuestra amiga, claro, pero de pronto era más alta y más lista que nosotras.
Cuando paramos el Milquinientos en la Avenida de los Mártires de Ciudad Real, hoy calle Alarcos de nuevo, era septiembre del 68. Abrimos las puertas del coche y nuestras narices empezaron de repente a sangrar ceniza y, por la reacción, comenzamos a toser. Mi padre nos tranquilizó porque ya le había pasado a él en viajes anteriores. Así que nos alargó unos palitos de hinojo para masticarlos, a mi madre, a mi hermana y a mí. Y así paramos aquella primera hemorragia.
El ascensor olía raro, como si estuviese vivo y su aliento llevara sin aire mucho tiempo. Olía un poco como cuando mi abuela sacaba su mortaja amarillenta del baúl para airearla.
Al entrar al piso nuevo, nos topamos con un espejo en el hall donde nos recibieron los mismos que acabábamos de entrar, con los mismos pares de ojos, pero aún más abiertos que los nuestros.
Solo había puertas y un laberinto de paredes que impedían la luz de la calle, pero mis padres se adelantaron y nos fueron mostrando la casa con detalle.
De la pared del pasillo colgaba un teléfono verde claro que me gustó mucho. El negro que teníamos en el pueblo me asustaba cuando cruzaba el patio por la noche para ir a mear. Parecía un gato amenazando con tirarse a tu cuello si corrías demasiado.
Mi madre lo descolgó y yo lo cogí con cuidado, pero no pesaba nada, ni saltaba la voz de Mª Paz solicitando el número para conectarnos. Uno mismo podía hacerlo mediante una rueda que guardaba todos los números posibles, dijo mi madre. Pero yo no la entendí.
De cada pared colgaban unos aparatos que te daban calor porque allí no había cepas, ni gavillera. ¿Para qué, si tampoco había estufa de palos ni chimeneas?
Daba igual que estuvieras dentro o fuera de las habitaciones porque todo estaba tan caliente como el horno del Pijo cuando íbamos a por el pan; y eso daba mucho gusto, pero ahora no olía a pan sino a un aire entre electrocutado y mohoso.
Las dos literas me encantaron. Nunca había visto una cama encima de otra y una escalera para subir. Yo quería la de arriba para poder volar con los ojos cerrados, pero no me tocó en el sorteo con mi hermana Conchi.
El piso, como se le decía ahora a esta casa, me gustó porque todo estaba nuevo menos el aparador bueno y la mesa grande con las sillas, que nos habíamos llevado del pueblo para el salón. Era lo único real en medio de todo aquello que parecía a punto de deshacerse.
Dos cuartos de baño con duchas calientes, algunos armarios metidos por las paredes y siempre un olor, extraño, nuevo y rancio, limpio y turbio, agradable y cansino a la vez, que aún no sabía si me gustaba.
Había una terraza colgando de nuestro 6º piso hacia la calle, donde me daba miedo pisar, pero me agarré a mi madre y avanzamos hasta la barandilla. No paraban de pasar coches grandes como el nuestro (¿o es que todos eran grandes para mí?), se juntaban a veces hasta 3 o 4 por la calle y alguna moto o bicicleta, pero no había carros, ni cabras, ni perros sueltos por las esquinas. Las casas de enfrente eran más bajas que la nuestra y tenían carteles de Radio Ciudad Real, Estudio Fotográfico Gregorio Cueto y alguno más que no recuerdo. Se estaban edificando otros cuantos rascacielos como el nuestro (¡qué palabreja tan rara!), y por eso apenas entraba el sol. Tampoco había ningún árbol; en su lugar farolas gigantes iluminaban la calle toda la noche como si estuviésemos de feria siempre.
El domingo siguiente por la tarde, llegamos de pasar el fin de semana en el pueblo para revisar lo del campo y para tender la ropa al sol que mi madre se llevaba desde el piso. Entonces sentí que se me encogían las rodillas, la cintura, los ojos y los dedos de los pies, y que por la garganta apenas podía entrar el aire. No pude echar a correr hasta la puerta de la calle porque la calle allí quedaba muy lejos, como las eras, los cerros, o la Alameda.
Así que me desmayé hasta 1975, pero me dicen que no lo llevé mal del todo.
Luego me fui a Madrid y me desperté de un golpe. Como el país.
Y ahí, empezaron otras canciones.
* Canción derivada de la original "Paloma herida", de Amalia Mendoza.1958